¿Tu ropa dice quién eres?
Indumentaria, cuerpo e identidad. Miradas desde la psicología.
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En Entrestilos exploro historias de vida a partir de la relación con la ropa. La premisa es simple: hablar de identidad a través de cómo nos vestimos.
En Medellín, ciudad conocida por su poderosa industria de la confección y eventos como Colombiamoda y Colombiatex, quise alejarme del foco típico en la moda para reflexionar sobre el estilo personal.
Después de lanzar los primeros episodios en YouTube y en este portal web, decidí organizar un conversatorio en vivo para profundizar en el tema “¿Qué es el estilo?” con la guía de una experta. La elección de la invitada era clara para mí: Paola Osorio, mi terapeuta y psicóloga clínica, fue pieza clave en el surgimiento de este proyecto.
En mis sesiones de terapia con Paola aparecieron muchas inquietudes sobre la imagen personal y la relación con el cuerpo; de hecho, fue ella quien me animó a “lanzarme sin miedo” a realizar Entrestilos. Además, Paola tiene un gusto y una estética particular que reflejan cuánto se conoce a sí misma, lo que la convertía en la persona ideal para iniciar esta serie de charlas.
Así nació la idea de invitar a Paola, cerrando un círculo personal: la psicóloga que ayudó a develar mi propio estilo ahora estaría conmigo frente al público para analizar el estilo desde la mente y las emociones.
No sería un evento de moda tradicional –nada de pasarelas ni consejos de combinación de prendas– sino una conversación íntima y reflexiva sobre cómo la ropa que vestimos comunica quiénes somos. Como presentador, abrí la tarde explicando el espíritu de Entrestilos: no me interesa la moda como tendencia pasajera, sino el estilo como construcción de la personalidad a partir del ser. “Todos nos vestimos todos los días –dije–, incluso quienes piensan que la ropa no les importa están contando algo de sí mismos con lo que eligen ponerse”.
Con esa idea inicial, dimos paso a la charla con Paola para entender qué hay detrás de la forma en que nos vestimos y cómo eso se conecta con nuestra identidad.
El estilo como huella personal en contexto
Lo primero que le pregunté a Paola fue cómo definir el estilo desde una perspectiva psicológica o emocional. Su respuesta marcó la pauta de toda la conversación. En psicología –explicó– no existe una definición formal de “estilo” en términos de moda, pero sí se estudian las representaciones simbólicas en torno a cómo nos vemos.
Para Paola, nuestro estilo personal es “aquello que en lo subjetivo nos permite diferenciarnos, como si fuese nuestra huella o esencia, enmarcada en un contexto cultural e histórico, y con la particularidad de lo que queremos transmitirle al otro”. En otras palabras, el estilo es una expresión de la identidad individual dentro de los límites (y libertades) que nos da la cultura.
Esta idea se alinea con la visión de expertos en psicología de la moda: la ropa y los accesorios que elegimos se convierten en una huella personal y en parte de nuestro autoconcepto. No nos vestimos en el vacío, sino influidos por nuestro entorno social, nuestra época y por lo que deseamos proyectar.
Paola recalcó que el estilo no surge en solitario, sino en interacción con la sociedad. Citó ejemplos históricos para ilustrarlo. En la época clásica, las mujeres usaban corsés y vestidos amplios porque culturalmente se valoraba la obesidad como símbolo de salud y fertilidad; una figura más rellena indicaba que la mujer estaría apta para procrear hijos sanos, así que vestir para dar volumen era lo “ideal”. Cada período histórico impone sus normas estéticas.
Lo vimos en el conversatorio: la moda estándar puede llegar a tener efectos psicológicos profundos. Paola mencionó cómo eventos como Colombiamoda –la feria de moda más grande del país– no solo muestran tendencias de vestuario sino que representan “síntomas contemporáneos” en nuestra sociedad, como la presión por cierta belleza que puede derivar en trastornos alimenticios (anorexia, bulimia, vigorexia).
De hecho, Medellín ha sido escenario de campañas para no permitir modelos excesivamente delgadas en pasarelas, buscando un ideal de belleza más saludable y combatiendo la anorexia y la bulimia desde la industria. La estandarización de un prototipo único de cuerpo o estilo –advirtió Paola– puede convertirse en un detonante de malestar psicológico si la persona siente que no encaja en ese molde. Por eso ella prefiere hablar del estilo como algo subjetivo, distinto en cada individuo, más que en generalizaciones que excluyan a quienes no entran en la norma.
Lo que me dijo Paola coincide con una frase del psicólogo Carl Jung sobre las máscaras que usamos. La psicología analítica de Jung distingue entre la persona (la máscara social que mostramos) y la sombra (lo que ocultamos o no reconocemos de nosotros mismos).
Al hablar del “mensaje que le nombramos al otro” con nuestra apariencia, Paola aludió justamente a ese concepto junguiano de la sombra: los aspectos inconscientes de la personalidad, con rasgos que el yo consciente no asume como propios.
En la construcción del estilo, ponemos en juego nuestra persona pública (lo que queremos que otros vean) pero también proyectamos partes de nuestra sombra sin darnos cuenta. El cuerpo se vuelve un lienzo donde pintamos tanto lo que sabemos de nosotros como lo que no alcanzamos a verbalizar.
Familia, cultura y “La mirada del otro”
A lo largo de la charla quedó claro que no nacemos con un estilo predeterminado, sino que lo vamos formando en interacción con nuestros primeros entornos. Hablamos de cómo la infancia y la familia influyen en la relación que desarrollamos con la ropa. Paola explicó que la personalidad se construye combinando el temperamento (lo innato, genético) y el carácter (lo que adquirimos del entorno cultural).
En los primeros años de vida aprendemos por imitación: los niños visten y actúan como los adultos o mayores de referencia. Así, incorporamos normas sobre qué es apropiado llevar según nuestro género, nuestra edad o contexto social. Esas reglas a veces no están escritas, pero calan hondo: “así es como debe vestirse un hombre de respeto”, “así debe lucir una joven decente”, etc. Son acuerdos sociales implícitos, “heredados” generacionalmente, que nos dicen cómo deberíamos vernos.
Le compartí a Paola una anécdota personal: de niño mi madre tenía ideas muy claras de la elegancia masculina –cabello corto, vestimenta pulcra, blazer bien cortado– y me inculcó que un hombre debía lucir así para inspirar respeto. Durante años seguí ese libreto sin cuestionarlo. No fue sino hasta los 27 años que me atreví a dejarme crecer el cabello por primera vez, rompiendo con aquel molde.
En terapia entendí cuánto pesan esas voces familiares en nuestras elecciones estéticas. Paola afirmó que esas influencias tempranas forman parte del carácter cultural que moldea nuestra identidad. Algunos las seguirán por identificación (imitar lo aprendido) y otros por diferenciación (hacer justo lo contrario para afirmar su individualidad). En todo caso, familia y cultura aportan los cimientos sobre los que luego cada uno construye su estilo.
Ahora bien, conforme crecemos, entran en juego las opiniones de círculos más amplios –colegio, amigos, comunidad– y, por supuesto, la mirada del otro. Uno de los ejes de la conversación fue cómo nos afecta lo que creemos que los demás piensan de nuestra apariencia. Desde la adolescencia, buscamos pertenecer y ser aceptados; la ropa es un elemento clave para lograrlo o para rebelarse.
La teoría sociológica del espejo social de Cooley sostiene que nuestra autoimagen se forma, en parte, reflejando cómo imaginamos que los demás nos ven. Paola lo describió así: el discurso de la cultura es también una mirada que nos atraviesa. En términos prácticos, esto significa que tendemos a adecuar nuestro estilo a expectativas externas: “¿Qué van a decir si me visto de tal forma?” es una pregunta que nos ronda consciente o inconscientemente.
Según investigaciones recientes, incluso pequeñas elecciones de vestimenta influyen en cómo nos perciben los demás y en cómo nos sentimos con nosotros mismos. Por ejemplo, elegir prendas que reflejen nuestra individualidad puede aumentar la confianza y reducir la evitación social, como observó el psicólogo Joseph K. Kim.
Durante el conversatorio, Paola señaló que esta influencia de la mirada ajena puede ser ambivalente: a algunos les genera angustia o inseguridad, mientras que otros pueden llegar a disfrutarla (“el que se viste para que lo vean”). Lo preocupante es cuando vivir pendiente de la aprobación externa nos impide ser auténticos.
Le pregunté a Paola cuánto veía eso en consulta, gente que no vive su estilo plenamente por miedo al juicio. Su respuesta fue matizada: más que consultar por el estilo en sí, las personas llegan con ansiedad, depresión u otros síntomas, y en el proceso terapéutico descubren que detrás de su forma de vestir hay historias no resueltas.
La ropa puede convertirse en una coraza o, por el contrario, en un grito silencioso. Paola mencionó que, en ocasiones, cuando alguien atraviesa un trauma o malestar profundo, realiza cambios drásticos en su apariencia –un cambio de look radical, vestir solo de negro o, al revés, exageradamente llamativo– como un modo de expresar lo que no sabe poner en palabras. El cuerpo habla cuando la boca calla.
Un ejemplo que surgió fue el de las llamadas tribus urbanas juveniles. En la adolescencia, es común que los chicos se identifiquen con una estética de grupo (góticos de negro, skaters con ropa holgada, poperos coloridos, etc.) para pertenecer y también diferenciarse de la cultura dominante.
Paola recordó el fenómeno de los emos de mediados de los 2000: jóvenes vestidos con negro y flequillo sobre la cara, emulando tristeza. Paradójicamente –contaba ella– al entrevistar individualmente a muchos de esos chicos, resultaba que no todos estaban deprimidos; la tristeza estética era más un código compartido que una emoción real en cada caso. Sin embargo, para aquellos que sí sufrían depresión, esa tribu les dio un sentido de pertenencia y un lenguaje para su dolor.
La moda grupal puede funcionar como contención o como máscara, dependiendo de la persona. Por eso Paola insistió en que no siempre podemos inferir el estado emocional de alguien por cómo viste. Una persona con el alma rota puede vestir de colores vivos no porque esté bien, sino porque quiere evitar preguntas incómodas; al revés, alguien puede llevar negro todos los días y sentirse perfectamente estable. La relación entre emociones y vestimenta es compleja.
Estudios sobre psicología del vestir sugieren que la ropa influye en el estado de ánimo y la motivación (lo que se denomina cognición vestida), pero también señalan que tendemos a usar la ropa como herramienta para modular cómo nos ven y cómo nos sentimos.
Por ejemplo, la terapeuta Marissa Nelson afirma que “lo que vistes afecta absolutamente tu estado de ánimo” y puede servir de disparador: ponerte ropa deportiva puede motivarte a hacer ejercicio aunque inicialmente no tengas ganas. Es decir, nos vestimos no solo para expresar cómo estamos, sino a veces para influir en cómo queremos estar.
Juventud, rebeldía y búsqueda de identidad
La conversación nos llevó a abordar el crítico periodo de la adolescencia. Recordamos nuestras propias experiencias y observaciones: esa etapa en que uno “adolece” (sufre) mientras forja su identidad. La moda juvenil suele ser un terreno de experimentación. Hablamos de cómo los adolescentes prueban distintas “pieles” a través de la ropa, peinados o accesorios, buscando definirse y, a la vez, encajar.
“Mientras más tratan de diferenciarse, más se parecen entre sí”, apuntó Paola con una sonrisa, refiriéndose a que las pandillas juveniles terminan uniformadas en su intento de ser únicas. Esto no es nuevo: cada generación ha tenido sus tendencias. Lo que ha cambiado es la rapidez con que fluctúan. Antes, una subcultura (piénsese en los hippies de los 60 o los punks de los 80) podía mantenerse una década; hoy, en la era de TikTok e Instagram, las modas tribales nacen y mueren en cuestión de meses.
Un artículo reciente de la Universidad César Vallejo describe cómo los jóvenes de 18 a 25 años utilizan la ropa para sentirse bien consigo mismos, identificarse con grupos, expresar sus gustos o proyectar cierta imagen. La moda se vuelve parte del autoconcepto y de la autoestima en esa edad. Paola lo confirmaba con sus palabras: la adolescencia es la fase de la crisis de identidad, donde uno prueba estilos como quien se prueba máscaras, en busca de la propia cara. Y en ese proceso entran los discursos sociales: lo que se considera “cool” o aceptable.
Hablamos, por ejemplo, de cómo los chicos de distintas tribus mezclan ahora referencias. Paola contaba que hace un tiempo entró a dar clase y sus estudiantes lucían una combinación curiosa: cortes de cabello estilo mullet (un peinado de los años 80 con mechones largos atrás) teñidos de colores fantasía. Cuando les preguntó si sabían el origen de ese estilo, ninguno supo responder; solo seguían la tendencia porque “se usa”.
Ella les explicó que el mullet lo popularizaron camioneros en Estados Unidos para no quemarse el cuello con el sol, un dato que dejó a varios pensando. Algunos, al conocer el trasfondo, decidieron abandonar el corte porque no resonaba con su identidad; otros lo mantuvieron pero con la conciencia de por qué les gustaba.
Esta anécdota ilustra un punto importante: cuando adoptamos una moda sin saber por qué, somos masa; cuando la hacemos consciente y propia, se convierte en estilo. La psicología de la moda distingue entre la identidad real y la identidad idealizada que manifestamos con la ropa. Muchos jóvenes proyectan, mediante su atuendo, no solo lo que son, sino lo que aspiran a ser. Esa aspiración puede llevarlos a experimentar con múltiples estéticas hasta encontrarse. Es un proceso normal.
Paola enfatizó que es un error juzgar a un adolescente porque cambie radicalmente de look: es parte de la construcción de sí mismo. La clave es acompañar y estar atentos por si esos cambios ocultan alguna señal de alarma (por ejemplo, un joven que empieza a vestirse siempre de negro y aislarse podría estar expresando un dolor interno).
Le pregunté a Paola si existe algo así como una “adolescencia tardía” –personas adultas que, no habiendo podido explorar en su juventud, lo hacen después–. Su respuesta fue clara: biológicamente la adolescencia es una etapa definida, pero emocionalmente cada quien puede tener procesos de búsqueda a destiempo sin que eso sea inmadurez.
Muchas veces, explicó, ocurre que alguien estuvo muy reprimido por entorno familiar o social en su juventud y recién de mayor se da el permiso de experimentar. “No es una cuestión de edad, sino de cuándo la vida te lo permite”, dijo Paola. Y añadió algo liberador: siempre estamos a tiempo de explorar facetas nuevas. En la vida adulta también podemos “mudar la piel del alma” –como poéticamente lo expresó– para adaptarnos a cambios, para reinventarnos tras un duelo o simplemente porque evolucionamos.
Ejemplos abundan: la persona que tras divorciarse renueva todo su guardarropa en busca de su estilo propio, o el profesional que al cambiar de carrera también adopta un look distinto más acorde a su nueva identidad. Somos seres de múltiples roles, y nuestro atuendo refleja esa flexibilidad. No es que tengamos personalidades diferentes, sino que nos adaptamos al contexto: no vestimos igual para una entrevista de trabajo que para un concierto de rock, y aun así en ambos casos seguimos siendo “nosotros”.
Como dijo Dawnn Karen, experta en psicología de la moda, “el color, la imagen, el estilo y la belleza afectan el comportamiento humano, al tiempo que responden a normas y sensibilidades culturales”. Es decir, nuestra expresión personal siempre dialoga con el contexto.
Cuerpo, autoestima y apariencia
Uno de los momentos más enriquecedores fue cuando abordamos el tema de la imagen corporal. Varias preguntas (tanto mías como del público que nos escuchaba) giraron en torno a la relación entre el físico y la ropa: ¿qué tan importante es el cuerpo que tenemos al momento de vestirnos? ¿Nos limita la moda según seamos más delgados, altos, bajos, curvilíneos o atléticos?
Paola respondió desde la psicología que todo depende de la percepción que tengamos de nuestro propio cuerpo. Aquí trajo a colación el concepto de dismorfia corporal, un trastorno en el que la persona tiene una imagen distorsionada de sí misma. Quedó sobre la mesa un dato estremecedor: en la anorexia nerviosa, por ejemplo, la persona puede llegar a extremos peligrosos porque se ve gorda aun cuando objetivamente está bajo su peso saludable.
Este tipo de alteración perceptiva explica por qué muchas veces alguien no se “permite” usar cierta prenda. No es solo lo que la sociedad diga sobre que “esa ropa no te queda con ese cuerpo”, sino la propia voz interna –deformada por inseguridades– que repite: “no te ves bien, mejor cúbrete”. Paola comentó que en la calle, cuando una mujer con un cuerpo fuera del estereotipo lleva algo ajustado o revelador, la gente suele decir “¡qué personalidad la de ella!”. Es como si vestir lo que uno quiere a pesar de no encajar en el canon fuera un acto de valentía extraordinaria. En realidad, todos deberíamos tener ese derecho sin que fuera visto como rebeldía.
Discutimos cuánto daño han hecho los estándares de belleza inalcanzables. La moda comercial, por décadas, promovió la delgadez extrema como ideal (la era del heroin chic en los 90 y 2000, con modelos muy flacas). Recientemente, ha habido intentos de cambio hacia una belleza más diversa y sana, pero las redes sociales a veces dan marcha atrás al amplificar nuevas tendencias de forma corporal.
Le pregunté a Paola si creía que la delgadez puede volver a “estar de moda” como en los 2000, y su respuesta fue que sí, que el físico va y viene en tendencias igual que la ropa. De hecho, lo estamos viendo: así como hace una década se exaltaban las curvas (la era Kardashian de cirugías para glúteos y bustos grandes), ahora empiezan a aparecer señales de que la moda de la extrema delgadez retoma fuerza en algunos círculos de internet.
La apariencia física se ha convertido en un objeto más de consumo y moda, lo cual es preocupante. En palabras de Paola: “antes las cirugías plásticas se pedían para reconstruir un daño; ahora las piden las quinceañeras de regalo, para ajustarse a un ideal estético vigente”.
No exagera: Colombia, al igual que otros países latinoamericanos, ha visto la tendencia de adolescentes que reciben cirugías cosméticas como regalo de 15 años. Y así como se ponen implantes cuando el ideal es tener más curvas, unas años después muchas mujeres optan por la explantación (retirar implantes) cuando la moda vira a cuerpos más naturales. Esta búsqueda incesante de encajar obviamente tiene costos emocionales.
Los datos al respecto son contundentes. La psiquiatra Berta Pinilla advierte que la anorexia nerviosa es un trastorno grave –mortal en hasta el 10% de los casos– y que si bien “el modelo de físico que nos llega desde las pasarelas puede influir” en su desarrollo, siempre coexisten factores psicológicos y biológicos. Es decir, nadie enferma solo por ver modelos delgadas, pero esa presión cultural sí puede ser el catalizador en personas vulnerables.
En Medellín, como mencioné, las autoridades y la industria de la moda han reconocido esta problemática desde hace años: ya en 2005 se prohibió la participación de modelos demasiado flacas en Colombiamoda y otros certámenes para no fomentar la anorexia. Alicia Mejía, directora de esas ferias, declaró entonces que la moda tiene la responsabilidad de no propiciar trastornos alimenticios y de ampliar el ideal de belleza presentado en pasarelas. Aquello fue un hito que indica cómo la cultura puede comenzar a cambiar sus mensajes. Aun así, el bombardeo actual de imágenes “perfectas” en redes sigue ahí.
Paola recalcó algo esencial: lo importante es cómo te ves a ti misma. Si una persona se siente a gusto con su cuerpo, encontrará la manera de vestirse que la haga ver “bonita” bajo sus propios términos. Hacia el final, alguien preguntó: ¿cómo lograr sentirme cómoda con mi ropa y al mismo tiempo atractiva? La reflexión de Paola fue que la comodidad en la propia piel es lo que irradia atractivo.
No se trata de conformarse con cualquier cosa, sino de reconciliarse con el cuerpo real. Nos contó que incluso hay pacientes que al avanzar en sus procesos terapéuticos empiezan a reflejar ese bienestar interior en su atuendo: se atreven con colores más alegres, dejan de esconderse bajo ropa holgada, o simplemente proyectan más seguridad sin cambiar una prenda.
La relación entre vestimenta y autoestima está documentada: investigaciones muestran que elegir conscientemente ropa que nos represente puede mejorar el estado de ánimo y la confianza. La profesora Karen Pine, en un experimento famoso, hizo que estudiantes usaran camisetas de Superman y observó cómo inmediatamente se describían a sí mismos más seguros y superiores que sus compañeros. Esto evidencia el poder psicológico de la indumentaria. Por eso, cuando la mente sana, el armario a veces también sana. O, como dijo la asesora Andrea Vilallonga, “descubrir que tu estilo es parte de lo que eres reduce la presión y convierte la moda en un ejercicio de identidad”.
También abordamos la otra cara: hay quienes usan la ropa para compensar inseguridades. Paola contó que algunos de sus pacientes con depresión severa llegaban a terapia siempre impecables, coloridos y combinados, para no levantar sospechas. Es un camuflaje emocional. Esto me hizo pensar en cuántas veces quizás juzgamos mal: esa persona siempre arreglada y sonriente podría estar ocultando un dolor profundo.
Paola mencionó que los manuales diagnósticos incluso describen ciertos estilos estrafalarios como parte de trastornos de personalidad (por ejemplo, el histriónico o el límite suelen asociarse a vestimenta llamativa). Sin embargo, me advirtió que no se puede generalizar; no toda prenda extravagante indica un problema, pero en un contexto clínico puede ser una pista más del estado mental de alguien. La ropa puede ser lenguaje: a veces grita y otras silencia.
Hombres, emociones y la norma vestimentaria
Un capítulo interesante de la charla fue el de la expresión masculina a través de la ropa. Surgió a partir del comentario de una asistente que dijo sentir “pesar” porque los hombres no se atreven a vestirse de forma diversa, que su moda es “aburrida” y muy limitada por la sociedad. Esta observación abrió un tema profundo: cómo la cultura ha restringido históricamente la expresión de los hombres, no solo en lo emocional (el típico “los hombres no lloran”) sino también en lo estético.
Yo mismo intervine en primera persona, reconociendo que los hombres somos, en cierto modo, la minoría más grande en cuanto a libertad de estilo, pues aunque se nos considera privilegiados en muchos ámbitos, también cargamos con mandatos muy rígidos sobre nuestra apariencia y comportamiento.
Paola estuvo de acuerdo. Explicó que a los varones desde niños se les castra la demostración emocional y, metafóricamente, eso se traduce en castrar también la creatividad en su vestir. Nos contó que muchos de sus pacientes hombres llegan con el chip social de la autosuficiencia y la dureza: les cuesta permitirse vulnerabilidad. Así, ¿cómo van a permitirse usar un color rosado o un estampado llamativo si eso podría verse “débil” o “poco hombre”?.
Históricamente, tras la Ilustración y la Revolución Francesa, ocurrió un fenómeno llamado la Gran Renunciación Masculina: los hombres occidentales abandonaron la ropa vistosa, colorida y ornamentada (piénsese que antes usaban pelucas, encajes, tacones, joyas) para adoptar un guardarropa sobrio y funcional. Esto fue en parte una declaración política e intelectual de la época –mostrar seriedad, racionalidad, rechazo a la ostentación de la aristocracia–, pero sus efectos persisten hasta hoy. Desde entonces, la “elegancia masculina” quedó reducida básicamente al traje oscuro, la corbata discreta y poco más. Aunque el siglo XX trajo modas juveniles transgresoras, la sociedad mainstream aún mira con recelo a un hombre que se salga demasiado de la norma en su atuendo.
¿Qué consecuencias tiene esto? Paola apuntó algo revelador: esa rigidez le pasa factura a la salud mental de los hombres. Si de pequeños se les dice que llorar o mostrar sensibilidad es “cosa de mujeres”, de adultos muchos reprimen sus emociones. Y su expresión estética sufre el mismo recorte. Es llamativo que lo considerado “masculino” en vestir excluye prácticamente cualquier atisbo de alegría cromática o adornos.
Hasta hace poco ver a un hombre con una camisa rosa era raro; ahora es más común, pero sigue habiendo líneas rojas (¿cuántos se animan a usar una falda, maquillaje o accesorios brillantes sin temer ser juzgados?). Paola mencionó que, en terapia, a veces reta cariñosamente a sus pacientes hombres a romper pequeños esquemas –“¿y si mañana te pones unas medias de colores diferentes?”– como ejercicio simbólico. Muchos responden con nerviosismo: “¡¿Qué van a decir en la oficina?!”. Esa ansiedad muestra cuán vigilados se sienten por el qué dirán. La mirada del otro pesa quizás más sobre los hombres en este sentido, porque la sociedad rara vez les da permiso para la fantasía estética.
Quise aportar un marco mayor: vivimos una época de debate sobre género donde se habla mucho de dar espacio a la diversidad (mujeres empoderadas, identidades no binarias, etc.), pero a veces olvidamos que liberar al hombre de su armadura estereotípica también es un acto necesario.
No se trata de victimizar a los hombres, sino de reconocer que la misma cultura machista que oprime a las mujeres emocionalmente, también a los hombres les niega una parte de su humanidad. Datos duros lo confirman: globalmente, los hombres tienen más del doble de tasa de suicidio que las mujeres En algunas regiones, hasta tres o cuatro veces más. Esto pese a que las mujeres intentan suicidarse más, pero los hombres lo consiguen más a menudo. ¿La razón? Diversos estudios señalan factores como la dificultad masculina para buscar ayuda psicológica y la elección de métodos más letales (p. ej., 87% de los hombres que se suicidan usan ahorcamiento, mientras la mayoría de las mujeres que mueren por suicidio optan por sobredosis de fármacos).
Incluso se ha propuesto una lectura simbólica: los hombres suelen evitar métodos que “desfiguren” menos en parte porque socialmente no se les ha inculcado ese temor estético, a diferencia de las mujeres que culturalmente cuidan más su apariencia aun en decisiones extremas.
Sea como fuere, la estadística expone un problema: “ser hombre” con las reglas tradicionales puede ser emocionalmente solitario. Paola añadía: si a un niño se le enseñó que expresar sentimientos es signo de debilidad, es probable que de adulto canalice su angustia de formas menos visibles, a veces destructivas. En la vestimenta esto se traduce en no arriesgar, en no mostrarse “distinto”. De ahí la uniformidad. Los hombres han sido históricamente socializados para la funcionalidad, no para la belleza, y eso es una pérdida para su creatividad personal.
Afortunadamente, los tiempos están cambiando. Mencionamos casos actuales: cada vez más hombres se animan a la terapia (aunque en privado), a cuidar su aspecto sin culpa, a experimentar con la moda. En pasarelas y celebridades recientes vemos a varones con faldas, con uñas pintadas, reivindicando que el estilo no tiene género. Claro, el cambio cultural es lento.
Pero así como las mujeres han luchado por poder usar pantalones (algo que hace un siglo era escandaloso), hoy la lucha también es porque un hombre pueda usar, digamos, un bolso o un estampado floral sin que su masculinidad sea cuestionada. Al final, Paola y yo coincidimos en que todos salimos ganando con una sociedad que permita más libertad estética. Si vestir es un lenguaje, que cada quien lo hable a su manera.
Moda, comunicación y autenticidad
A lo largo de la charla quedó patente que vestirse es un acto de comunicación no verbal. Le dedicamos un momento a reflexionar sobre cómo incluso en situaciones rituales hay códigos muy fuertes: el negro en los funerales latinoamericanos simboliza duelo, mientras que en la India o algunas culturas africanas el color de la muerte es el blanco (por concepciones distintas de lo que significa morir).
En ciertas ceremonias modernas, hay quienes rompen estos códigos –novias de negro, quinceañeras con atuendo gótico– y generan revuelo precisamente porque desafían símbolos arraigados. Paola nos hizo ver que la moda responde a las narrativas de cada época.
En la conversación surgió que tras la pandemia de COVID-19, por ejemplo, muchas personas salieron de la cuarentena queriendo expresarse más con la ropa, casi como un festejo por recuperar la vida social; otras, en cambio, quedaron con ansiedad social y prefirieron seguir “invisibles” con ropa neutra o cómoda para no destacar. Son reacciones diferentes al mismo evento global, ambas válidas y comprensibles.
Hablamos de la ropa como armadura pero también como carta de presentación. Yo mencioné que al final todos tenemos un estilo, así sea la combinación más sencilla, y que eso ya dice algo de nosotros. Paola estuvo de acuerdo: “incluso el que dice que no le importa la moda está comunicando un mensaje con esa actitud”. Aquí entra el concepto de autoexpresión.
La moda, más allá de cubrirnos del clima o cumplir normas sociales, refleja nuestros gustos, valores y personalidad. Un estudio citado en Psychology Today indica que elegir prendas que reflejen nuestra individualidad mejora la autoestima y puede llevarnos a desenvolvernos mejor en nuestras metas. Es decir, ser auténticos por fuera ayuda a estar bien por dentro.
Hacia el cierre del conversatorio, invité a Paola a resumir qué consejo daría para que la gente encuentre su estilo sin traicionarse a sí misma. Su respuesta fue tan sencilla como poderosa: “Escúchate. Conócete. Y vístete para contarte a ti, no para contarle a los demás”. En otras palabras, que la moda sea un diálogo interno antes que un monólogo hacia afuera.
La consultora Andrea Amoretti dice: “la moda no debe ser fuente de estrés, sino un ejercicio de identidad y una conversación contigo misma”. Esa idea resume perfectamente lo que quise lograr con Entrestilos y con esta charla.
Al despedirnos, agradecí profundamente a Paola Osorio por su calidez y sabiduría. No solo por habernos dado luces profesionales –con títulos en psicología clínica, epidemiología y dos décadas de docencia–, sino por hablar desde lo humano, como Paola a secas, logrando que todos nos sintiéramos reflejados en algo de lo que dijo.
En primera persona confieso que esta conversación me reafirmó por qué inicié este proyecto: creo firmemente que el estilo es un puente entre el ser interno y el ser social. Es un espejo del alma, pero también un lenguaje con el mundo. Y en ese ir y venir, lo ideal sería que reflejara nuestra verdad, no solo las tendencias o las expectativas ajenas.
Salí de ese conversatorio con varias certezas. Una, que todos tenemos estilo, aunque sea inconsciente, y merece ser validado. Dos, que nunca es tarde para reconciliarse con el espejo; nuestro cuerpo es el único que tenemos y vestirlo debería ser un acto de amor propio, no de tortura. Tres, que la moda puede ser inclusiva y terapéutica si la enfocamos en la autenticidad. Y cuatro, que vale la pena seguir explorando estos temas porque tocan fibras profundas de nuestra identidad colectiva.
En Entrestilos continuaré esa exploración. Como periodista, me llevo la tarea de investigar más, de traer datos –como los que aquí citamos– que respalden estas intuiciones. Como individuo, me llevo la tarea de seguir creciendo en mi propio estilo, recordando las palabras de Paola: cada uno que se haga cargo de lo suyo. Es decir, yo me hago cargo de ser quien soy; el otro que se haga cargo de su mirada. Al final del día, la ropa se quita y se pone, pero lo que somos por dentro es lo que define cómo la llevamos puesta.